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Cruce de planos bajo la Luna

 La pesca me empezó a interesar de grande. No me importa tanto el pique como vivir el ritual. Es un bonito tiempo junto al río viendo cómo fluye. La caña y la tanza generan en mi mente la agitación de la expectativa. Es el engaño de la ilusión permanente.


Cae el sol a la vera del río Carcarañá, el calor húmedo y los mosquitos al acecho no me impiden el disfrute de un atardecer mágico. Recorro una vez más la costa con la mirada, me conmuevo con la amalgama de verdes en los sauces y algarrobos que bailan al ritmo del viento norte. La brisa litoraleña me suaviza, me calma, me conecta con un espacio de libertad interna.


En las antípodas del sol rojizo descubro a la Luna, inmóvil, apacible, demuestra presencia. Cada vez que la observo se disputan en mi interior sentimientos de nostalgia, paz, inmensidad, y en los mejores casos, juega la suave alegría del porvenir.


La caña se mueve repentinamente, voy recogiendo el reel, siento un tironeo constante. Espero que no sea otra tortuga de agua. En esta zona del Carcarañá hay muchas, porque tienen las cuevas. Hace un tiempo vi cómo mataban a una en este parador y me revolvió todo. Para mí la tortuga es una extraña mascota, pero mascota al fin. Recojo toda la linea y sí, una de ellas viene enganchada. Ya aprendí a sacarles el anzuelo suavemente sin lastimarlas. Lo hago, se va nadando rápido en aprovechamiento de la nueva oportunidad que le da la vida.


Ya está, acá no sale nada y se hace tarde. Guardo el equipo y me dispongo a una caminata nocturna bordeando el río. Es un regalo que me doy. La Luna sigue ahí, dudo si yo la observo a ella o ella me observa a mí. Dibuja una estela en el río con su imponente luz blanca, propia del momento de esplendor, cuando es una moneda plateada brillante clavada del cosmos.


Entretenido entre pensamientos y observaciones me voy acercando al rancho. Levanto por última vez la mirada hacia el oeste, donde el Carcarañá se pierde entre pastizales y bosques serranos. Veo un viejo bote venir hacia mí con una persona que me hace señas, parece que necesita ayuda. Me saluda amablemente, cuenta que es la primera vez que pesca allí. Me quedo anonadado por su parecido con mi abuelo Quique. Intento que el fugaz visitante no note mi asombro.


Quique me transmitió su pasión por la pesca, de chico me llevaba en su lancha al amanecer, me regalaba una fabulosa aventura de infancia. Hemos sacado dorados, surubíes, mientras me contaba historias de su niñez en el campo del norte santafecino. Me decía que con la pesca él meditaba, encontraba respuestas existenciales y también se desconectaba de su laboriosa vida cotidiana en el taller. "El río es un libro abierto, hay que aprender a leerlo", siempre me vuelve su enseñanza. Cuando necesito soluciones, respuestas a situaciones que me impone la vida, vuelvo al río a indagarlo.


El navegante me cuenta que se le rajó el remo, si no lo repara no podrá regresar. Tengo un alambre en la caja de pesca. Lo atamos con fuerza, trato de observar con disimulo sus rasgos. Queda firme la madera, como para aguantar hasta que llegue a su acampe a pocos kilómetros de aquí. Me agradece enormemente, con el deseo de volver a vernos.

Luego de la despedida vuelvo a la Luna,  enorme y potente. Sigo extrañado con el recuerdo de Quique, en esta noche de húmedo verano que me obsequió su presencia. Sentí la sospecha de la conexión espiritual entre seres queridos, en un ir y venir de planos y tiempos.


Llego al rancho, pongo la pava para los últimos mates de la noche. La luz de la Luna ahora se escabulle por la ventana, más brillante, más blanca. Hoy me siento más acompañado que ayer.





(Escrito para el taller de escritura creativa “Letras con sombras”, febrero 2021)

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