La pesca me empezó a interesar de grande. No me importa tanto el pique como vivir el ritual. Es un bonito tiempo junto al río viendo cómo fluye. La caña y la tanza generan en mi mente la agitación de la expectativa. Es el engaño de la ilusión permanente. Cae el sol a la vera del río Carcarañá, el calor húmedo y los mosquitos al acecho no me impiden el disfrute de un atardecer mágico. Recorro una vez más la costa con la mirada, me conmuevo con la amalgama de verdes en los sauces y algarrobos que bailan al ritmo del viento norte. La brisa litoraleña me suaviza, me calma, me conecta con un espacio de libertad interna. En las antípodas del sol rojizo descubro a la Luna, inmóvil, apacible, demuestra presencia. Cada vez que la observo se disputan en mi interior sentimientos de nostalgia, paz, inmensidad, y en los mejores casos, juega la suave alegría del porvenir. La caña se mueve repentinamente, voy recogiendo el reel, siento un tironeo constante. Espero que no sea otra tortuga de agua. En